Un acto autoritario nos salvó de otro, dirigido contra un bastión de la democracia. Ambos pusieron en claro la íntima condición de la autoridad: entre el arrebato iracundo y el freno estratégico, que se complementan. Aquí me he ocupado del aparato penal del Estado. En las democracias, se despliega con moderación. Es el último recurso de control. En los regímenes autoritarios, el gobernante opera “con el código penal en la mano”.
En tiempos recientes avanzó la tendencia al uso moderado de la ley penal (otra cosa es el abuso de quien atropella a mansalva). Pero esa tendencia se retrajo, pese a reformas plausibles llevadas a la Constitución. En ésta también aparecieron ciertos engendros del autoritarismo: reducción del estándar de garantías para el inicio del procedimiento penal (confesada por el legislador, en pie de guerra contra lo que llamó “hipergarantismo”), prisión preventiva oficiosa y otros disparates que ensombrecen el sistema penal. En algún caso, la Suprema Corte ha frenado la expansión de los engendros, pero muchos se conservan en la ley suprema y acechan las libertades de los ciudadanos.
Recientemente, el Congreso de la Unión se lanzó a regular ciertos aspectos de la prisión preventiva oficiosa, entre ellos los vinculados a los procesos electorales (Diario Oficial del 19 de febrero de 2021). Estas novedades oscurecieron la ley penal y abrieron nuevas posibilidades al autoritarismo, que se despliega con fruición cuando el poder se concentra sin frenos y contrapesos. Si soplan vientos dictatoriales, nuestros derechos quedan a la intemperie. ¡Cuidado!
Digo esto, porque persiste la tentación de utilizar la vía penal para satisfacer pasiones políticas y “resolver” conflictos que deben correr por otro cauce. El presidente de la Cámara de Diputados presentó ante la Fiscalía General una denuncia contra miembros del Consejo General del Instituto Nacional Electoral, solicitando la persecución penal de éstos con alegatos banales que no resisten el menor análisis. Esta gestión represiva –muy reveladora– sería irrelevante e incluso pintoresca si no proviniera de quien ocupa el cargo que detenta el denunciante.
Se pretendió mover la maquinaria penal del Estado para intimidar y reprimir la legítima actuación de los funcionarios electorales. Es obvio que las discrepancias –que son intensas– pueden animar el debate político y llegar ante instancias judiciales, como ha ocurrido. Pero también lo es que las imputaciones infundadas siembran desconcierto, difaman y oscurecen os procesos políticos, que ya han tropezado con el autoritarismo de quienes incumplen su deber y obstruyen el buen desempeño de las funciones del Instituto.
Hubo múltiples reacciones contra esa pretensión persecutoria. El Consejo General del INE rechazó los infundios. Lo mismo ocurrió en otros foros públicos y profesionales. La Barra Mexicana. Colegio de Bogados instó a preservar el Estado de Derecho y descartar las vías penales para acosar a quienes cumplen su deber y actúan con legitimidad. Y finalmente, el exabrupto del denunciante se disolvió con otro acto de autoridad, de gran calado: el presidente de la República “desalentó” al legislador. Sin embargo, este desaliento estratégico no oculta el ánimo persecutorio radical del poder político, que aguardará otra oportunidad para lanzarse a la caza de sus adversarios.
Ojalá que el año 2022 restablezca el imperio de la legalidad y la cordura, desechando tentaciones autoritarias que dañan al país y a sus instituciones. Ojalá, aunque parece improbable que la caída de una hoja del calendario modifique vicios manifiestos que tienen profunda raíz. Ojalá, que significa “quiera Dios”, aunque bastaría con que lo quisiera la nación.